De la mar y los barcos


Memoria auténtica de Compañía Trasatlántica

Juan Carlos Díaz Lorenzo

Un grupo de antiguos directivos, capitanes, jefes de máquinas y oficiales de Compañía Trasatlántica Española se reúnen dos veces al año en Madrid, y comparten mesa y mantel mientras desgranan el rosario de los recuerdos, que son muchos en este grupo de privilegiada memoria a quienes une la amistad bien entendida y la gratitud de haber pertenecido y entregado su vida profesional al servicio de la histórica y centenaria naviera española, que tanto ha significado en la historia de este país.

Hemos de hacer la oportuna apreciación de que todas estas personas pertenecen a la etapa de “aquella Trasatlántica”, como le gusta decir a Manuel Marrero Álvarez –y que nosotros suscribimos-, es decir, “aquella compañía” que fue orgullo de la Marina Mercante española y de cada uno de los países en los que enarbolaba su contraseña y desplegaba el pabellón patrio.

De la Compañía Trasatlántica Española que después de la guerra civil, diezmada en su flota y en su personal, pudo seguir adelante en plena autarquía pese a una extraordinaria limitación de medios, gracias al empeño de Juan Claudio Güell, conde de Ruiseñada. A mediados de los años cincuenta del siglo XX había renacido con una flota impuesta por el INI y limitada por las circunstancias, lo que tuvo sus consecuencias en el tráfico de la emigración española a América, pues mientras las compañías portuguesas e italianas lo hacían con barcos mejores y más atractivos, la miopía política nacional impidió a Trasatlántica dotarse de medios y competir en mejores condiciones.

Estampa marinera del trasatlántico "Begoña"

Su casi gemelo "Montserrat", en Santa Cruz de Tenerife

"Virginia de Churruca", tras su reforma y nueva chimenea

Aún así, “aquella Trasatlántica” cumplió su cometido con holgura y su protagonismo sigue vigente en la memoria de muchos, pasajeros de sus barcos históricos –Marqués de Comillas, Habana, Virginia de Churruca, Satrústegui, Covadonga, Guadalupe, Begoña y Montserrat– nada tiene que ver con la que acabó su agonía de manera miserable.  Personas como las aquí reunidas aportaron su trabajo sin límites hasta hacernos concebir la idea del renacimiento de la naviera más importante y de mayor prestigio de España. El último tramo de su existencia corresponde a una de las vergüenzas empresariales de este país.

Rafael Jaume Romaguera

En esta ocasión, la reunión contó con un invitado de excepción: el capitán Rafael Jaume Romaguera. Su nombre está asociado al trasatlántico Montserrat, cuyo mando ostentó desde 1959 hasta 1973. Rafael, a sus 85 años, está en perfecta forma física y su memoria es prodigiosa. Nada ha cambiado en este personaje de trato exquisito, formal, serio y respetuoso, desde que le conocimos en 1984 al mando del buque Covadonga en el puerto de Santa Cruz de Tenerife. Desde hace muchos años reside en Vigo y desde allí se trasladó a Madrid en tren en compañía de su esposa.

Carlos Peña Alvear

Carlos Peña y Rafael Jaume, juntos después de muchos años

Junto a él otro capitán de la vieja escuela: Carlos Peña Alvear. Su nombre está asociado al mando del trasatlántico Begoña, que mandó desde 1971 hasta 1974. Carlos, más joven que Rafael, contagia con su memoria precisa y así lo ha reflejado en su libro “Historia de barcos de Compañía Trasatlántica”. Le conocimos en el puerto de Santa Cruz de Tenerife, al mando del buque Belén, gracias, como siempre, a la gentileza de Manuel Marrero Álvarez, por entonces delegado regional de Compañía Trasatlántica Española.

José Ignacio de Ramón Martínez

José Ignacio de Ramón Martínez es ingeniero naval y asumió, durante unos cuantos años, la dirección técnica de Compañía Trasatlántica Española, en la que relevó a Valeriano González Puertas. Su nombre aparece asociado al proyecto de construcción de los dos buques portacontenedores más grandes de la flota de Trasatlántica y de la Marina Mercante española en la década de los años ochenta: Pilar y Almudena. Es un hombre erudito, de una sólida formación técnica que combina con su sabiduría humanística. Es hijo de José María Ramón de San Pedro, vicepresidente y consejero delegado de Trasatlántica, personalidad relevante en la historia de la compañía.

Manuel Padín García

Manuel Padín García desempeñó durante años la dirección comercial de Compañía Trasatlántica, etapa en la que le conocimos en una de sus frecuentes visitas a Santa Cruz de Tenerife, así como a La Palma, ocasión en la que le acompañamos en unión de Juanjo Loredo y Manuel Marrero Álvarez, cuando Trasatlántica era el soporte en el transporte de tabaco para la fábrica Capote y después Reynolds, en El Paso. Gallego de pura cepa, forjado en el trabajo y el esfuerzo constante desde que entró a trabajar en Trasatlántica siendo un muchacho, es un luchador vital. Tanto, que hoy en día sigue en plena lucha sin que desfallezca ante las adversidades.

Luis Mínguez

Luis Mínguez es radiotelegrafista de la vieja escuela. Su primer barco fue el vapor Candina, pero poco después consiguió embarque en el trasatlántico Virginia de Churruca, en el que transcurrió toda su vida profesional. Siente un afecto especial por Santa Cruz de Tenerife, su puerto preferido. Su vida está jalonada de multitud de anécdotas, casi tantas como singladuras tiene anotadas en su diario de navegación. En su última etapa profesional desempeñó el cargo de inspector de Flota de la Compañía.

Manuel Marrero Álvarez

Manuel Marrero Álvarez es un binomio inseparable que compendia Compañía Trasatlántica Española y el puerto de Santa Cruz de Tenerife. Así ha transcurrido toda su vida, desde los tiempos de la consignataria La Roche en la calle del Pilar hasta su etapa como delegado regional desde su creación en 1982 hasta su cierre en 1994. Conjuga memoria y archivo, pues conserva numerosos documentos de la historia de “aquella Trasatlántica”, a los que salvó de la basura o el fuego. Nos ha dejado un magnífico legado de sus vivencias en las páginas de su libro titulado “Trasatlántica y la emigración canaria a América”. Fiel, leal y entrañable amigo, la amistad que hoy tenemos y conservamos con los aquí citados, y algunos más, es consecuencia de ese largo periplo mantenido en el tiempo.

Lucinio Martínez Santos

Lucinio Martínez Santos trabajó en la Dirección Técnica de la compañía haciendo equipo con los ingenieros navales Javier Pinacho Bolaños-Rivadeneira y José Ignacio de Ramón Martínez. Por tanto, conoce en profundidad todo lujo de detalle las vicisitudes sufridas y los éxitos obtenidos por la flota, en su transición de buques de pasaje a buques de carga y en la expansión de la carga en contenedores. Desde los últimos años de los fatigados trasatlánticos Begoña y Montserrat, pasando por la serie de cargueros comprados de segunda mano –Almudena, Coromoto, Ruiseñada y Comillas-, los construidos en ASTANO –Camino y Merced-, hasta la serie extraordinaria de los cuatro “bazaneros”: Galeona, Belén, Roncesvalles y Valvanuz, más los barcos fletado en Alemania, los gemelos australianos, los portacontenedores Pilar y Almudena y los dos cargueros rusos Candelaria y Guadalupe I, por citar sólo los más destacados.

Juan Cárdenas Soriano

La vida profesional de Juan Cárdenas Soriano está jalonada de indudables éxitos, como el hecho de que fue el jefe de máquinas más joven de Compañía Trasatlántica, a la edad de 25 años. Unos años después asumió el cargo de inspector de Flota y, posteriormente, cuando se cerró el capítulo de “aquella Trasatlántica”, desembarcó para siempre y desde entonces trabaja en el puerto de Algeciras en actividades relacionadas con su especialidad.

Foto de familia del grupo de Trasatlántica y quien suscribe

Fotos: Juan Carlos Díaz Lorenzo

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«Trasatlántica y la emigración canaria a América», interesante y emotivo libro de Manuel Marrero Álvarez

Juan Carlos Díaz Lorenzo

A mediados de los años sesenta del siglo XX el puerto de Santa Cruz de Tenerife vivía una actividad incesante. La línea de atraque del Muelle Sur y lo que entonces existía del Muelle de Ribera y del Dique del Este estaban constantemente llenos de barcos, y la ciudad marinera que nace y se abriga al resguardo de Anaga, y que debe su existencia precisamente al puerto, favorecía el contacto directo con los barcos que iban y venían gracias al paseo sobre el espaldón, convertido en uno de los espacios públicos más transitados por la sociedad santacrucera de la época.

Esta tierra nuestra vivía entonces el episodio álgido de la emigración a Venezuela, en el que miles y miles de canarios de todas las islas y, especialmente, de Tenerife, La Palma, El Hierro y La Gomera embarcaban en el puerto tinerfeño en el viaje que habría de llevarles a una nueva vida en la otra orilla del Atlántico. En más de una ocasión, quien suscribe, siendo entonces un niño, presenció la despedida de los familiares que embarcaron en los trasatlánticos españoles, italianos y portugueses, entre ellos los célebres Vera Cruz y Santa María, a los que la publicidad de la época denominaba, y con razón, “hermosos paquebotes”.

Unos días antes, en la calle del Pilar, los familiares hacían las gestiones de pasajes en las oficinas del consignatario de la Compañía Trasatlántica Española y, enfrente, el visado correspondiente en la sede del Consulado de Venezuela. Por entonces había varias agencias que ayudaban a los laboriosos trámites previos al embarque, entre ellas la Agencia García, situada en un lateral de la Plaza de Weyler. Después llegaba el momento más emotivo. La despedida a pie de escala, entre abrazos y sollozos incontenibles de los que se iban y de los que nos quedábamos, desconsolados y, en la mente de un niño de seis años, preguntándonos que si ellos se iban, por qué nosotros no lo hacíamos también y así viajábamos todos juntos de una vez. Desde el borde del espaldón contemplábamos la salida hasta que la silueta del barco se perdía en la línea del horizonte. Para ellos había comenzado un nuevo amanecer.

Cuando regresaban algunos de los familiares que habían emigrado a Venezuela a comienzos de la década de los cincuenta, y lo hacían cada vez que sus circunstancias se lo permitían, las primeras veces venían en barco, recorriendo así a la inversa el camino emprendido unos años antes. Por lo común viajaban en los barcos de la Compañía Trasatlántica Española, entre otras razones porque a bordo se hablaba español, se comía bien y la travesía se pasaba entretenida, sobre todo cuando viajar por mar era sinónimo de placer.

Anunciada la llegada, de nuevo la familia preparaba el emotivo recibimiento a los “indianos” que venían desde La Guaira, después de siete u ocho días de navegación. La noche antes apenas dormíamos y al día siguiente, bien temprano si la llegada del barco estaba anunciada a primera hora, acudíamos ansiosos y expectantes al muelle Sur, a presenciar la entrada en la bahía del trasatlántico y escudriñar a toda prisa entre los pasajeros que se agolpaban junto a la baranda, para saber dónde se encontraban los nuestros.

Venezuela era entonces un país de promisión, al que los niños aprendimos a querer desde edad temprana siguiendo el sentimiento de nuestros mayores y nos quedábamos con la boca abierta escuchando los relatos (los cuentos, que decían) de las estadías de los parientes en La Guaira, Naiguatá, Caracas, La Victoria, Palo Negro, Santa Cruz de Aragua, Cagua, Maracay, Bejuma, Nirgua, Salom, Barquisimeto, Acarigua, Cajaseca…), abrigando desde edad temprana la ilusión de que algún día habríamos de conocer aquel territorio, del que tanto habíamos oído hablar.

Aquel deseo, en años mozos, nos parecía un sueño inalcanzable y, sin embargo, sería pocos años después de la extinción de las líneas trasatlánticas cuando, en algo más de seis horas de vuelo desde Las Palmas a bordo de un DC-10 de la compañía venezolana VIASA, tuvimos ocasión de pisar, por primera vez, el suelo de la octava isla, como muy bien la definía el entrañable amigo y maestro de periodistas, Ernesto Salcedo Vílchez, por entonces director del periódico tinerfeño El Día, en el que iniciamos nuestros pinitos periodísticos hace ahora algo más de treinta años.

Pasaron unos cuantos años y un buen día de 1984, recién incorporado yo a la redacción de Diario de Avisos, conocí al nuevo delegado regional de Compañía Trasatlántica Española, con sede en Santa Cruz de Tenerife, Manuel Marrero Álvarez. Desde el principio se produjo una empatía que ha perdurado en el tiempo. Manolo, que así es como le llamamos todos, es hombre de voz clara y precisa y tiene la sana costumbre de llamar a las cosas por su nombre, lo cual, en más de una ocasión, incomodaba a las autoridades portuarias, cuando salía en defensa de sus intereses legítimos en los costes de las operaciones portuarias en las cargas de tabaco y madera procedentes de América. Ahí está la hemeroteca de Diario de Avisos como testimonio de cuanto decimos.

Han pasado veinticinco años y la amistad con Manolo Marrero sigue igual de sólida y consistente. Al contrario de lo que la experiencia nos ha demostrado en más de una ocasión, nuestra amistad se ha mantenido indefectiblemente en el transcurso de tantos años, porque permanece ajena a intereses y oportunismos. Atrás quedaron los años de las escalas de los buques cargueros Almudena, Ruiseñada, Camino, Merced, Galeona, Belén, Valvanuz, Roncesvalles, Guadalupe I, Covadonga, Candelaria y los portacontenedores Pilar y Almudena, así como de otros buques fletados –Begoña, Mar Negro, Mar Mediterráneo, Itálica… – que mantuvieron durante años la presencia de Trasatlántica en el puerto tinerfeño, y con los que tuvimos la oportunidad -gracias al buen quehacer de Manolo Marrero- de conocer a algunos capitanes de la “vieja escuela”, entre ellos a Rafael Jaume Romaguera y Carlos Peña Alvear, a los que también unos une una buena y duradera amistad, lo mismo que a algunos relevantes directivos de la compañía, como Manolo Padín García, quien fue su director general en tiempos difíciles.

Manuel Marrero Álvarez

Portada del libro "Trasatlántica y la emigración canaria a América"

Más allá del acontecer portuario, Manolo Marrero es hombre de buena memoria y aficionado a la historia naval. Desde el principio de nuestra amistad compartimos vocación por la época de los trasatlánticos y su presencia en el puerto de Santa Cruz de Tenerife. Este libro que ahora me honro en presentarles, Trasatlántica y la emigración canaria a América, es el reflejo de aquellas vivencias, contadas por la persona que durante nueve lustros vivió tan de cerca unos acontecimientos irrepetibles, primero como responsable de tráfico de la agencia consignataria Vda. E Hijos de Juan La Roche y, después, como delegado regional de la compañía fundada por Antonio López en 1881.

Es también el reflejo de un amor irrepetible y escenificado en una compañía naviera que tanto ha significado en la historia del puerto de Santa Cruz de Tenerife –y de España y América Latina toda- y que figura entre las más antiguas de Europa, aunque la actual Compañía Trasatlántica Española –de la que sólo conserva su nombre- poco tenga que ver con aquella etapa y protagonismo tan trascendental de la Marina Mercante española y en su particular relación con Canarias.

Al desgranar el rosario de los recuerdos, Manolo Marrero nos sumerge con un lenguaje llano en una serie de episodios históricos, en los que cobra especial relevancia el vínculo con el puerto tinerfeño de los trasatlánticos españoles de la emigración a Venezuela –Satrústegui, Virginia de Churruca, Begoña y Montserrat-, como unos años antes lo habían hecho los barcos de la misma compañía que iban a Cuba –Isla de Luzón, Isla de Panay, Manuel Arnús, Manuel Calvo, Marqués de Comillas, Juan Sebastián Elcano, Magallanes y Habana-, a Argentina –Buenos Aires, Montevideo, Reina Victoria Eugenia, Infanta Isabel de Borbón y otrosy Guinea Ecuatorial –P. de Satrústegui, C. de Eizaguirre, San Carlos, Santa Isabel…-, teniendo el puerto de Barcelona como cabecera de línea –y de su matrícula naval- y Las Palmas, Santa Cruz de Tenerife y Santa Cruz de La Palma, como últimas escalas de los barcos que iban camino de América Central, antes de cruzar el Atlántico azul e inmenso.

Manolo Marrero pone especial énfasis en la figura del Conde de Ruiseñada, Juan Claudio Güell y Churruca, a quien conoció personalmente y falleció en edad temprana, en 1958, cuando regresaba a Barcelona después de asistir al bautizo de la princesa Carolina de Mónaco, hija de Rainiero y Grace Kelly. El Conde de Ruiseñada asumió la presidencia de Trasatlántica en 1943, en una situación realmente crítica para la compañía, después de que hubiera cesado la intervención estatal tras la guerra civil y con una herencia trágica, ahondada en los comienzos de la Segunda República, en la que el marcado catolicismo y el espíritu monárquico que había presidido hasta entonces la relación de la compañía con el Estado, se había convertido en una fractura insalvable en sus relaciones con el nuevo poder establecido. 

Con una flota diezmada por la guerra y sus diferentes vicisitudes, y con una legislación estricta y excesivamente intervenida propia de la autarquía, los primeros años de Trasatlántica después de la Segunda Guerra Mundial no podían ser más difíciles y comprometidos. De la flota anterior a la contienda habían sobrevivido los buques Manuel Calvo, Magallanes, Marqués de Comillas y Habana. El resto se había perdido irremediablemente, con un elevadísimo coste económico. Con un mercado muy intervenido por el INI en los tiempos de Juan Antonio Suanzes y las generosas facilidades dadas a las compañías extranjeras para que participaran del sabroso pastel de la emigración española a América, Trasatlántica mantuvo un honroso papel a pesar de los limitados medios disponibles, formando el grueso de sus efectivos, desde finales de los años cincuenta, los buques Satrústegui, Virginia de Churruca, Begoña y Montserrat. Los dos primeros, procedentes de la Empresa Nacional Elcano, fueron una compra impuesta, mientras que los dos restantes fueron adquiridos, con un permiso especial, a una compañía italiana. Otros intentos para comprar barcos de pasajeros en el mercado de segunda mano fueron abortados, ante los innumerables impedimentos de la Administración española. Por ello coincido plenamente con Manolo Marrero cuando afirma, convencido, de que si el conde de Ruiseñada no hubiera fallecido en plena juventud, el futuro de Trasatlántica, sin duda, hubiera sido otro bien distinto del que lo tocó vivir entonces y en años posteriores.

El autor pone especial énfasis en los recuerdos de los trasatlánticos Begoña y Montserrat, no sólo porque viviera en primera persona sus vicisitudes, sino porque, en realidad, pocos barcos de la emigración canaria a Venezuela alcanzaron una impronta tan significativa y dejaron una huella tan profunda. Además de sus viajes regulares de ida y vuelta a Venezuela, destaca el capítulo dedicado a los viajes extraordinarios a Australia, Santa Cruz de La Palma y el paso frente a la villa y puerto de Garachico, cuando traía a bordo una estatua de Simón Bolívar, que es la primera del Libertador americano levantada en territorio europeo.

Especialmente emotivo es el capítulo dedicado a Noelia Afonso, Miss Europa 1970, nacida en Santa Cruz de Tenerife, que viajó a América unos meses después de lograr su título europeo, a bordo del trasatlántico Montserrat. Hemos de destacar, asimismo, el capítulo que evoca la memoria de los capitanes de la Compañía, dieciocho de los cuales fueron titulares de los barcos de la emigración a Venezuela –Jesús Meana Brun, Víctor Pérez Vizcaíno, Antonio Camiruaga Astobiza, Manuel Gutiérrez San Miguel, Ángel Goitia Duñabeitia, Fernando de Campos Setién, Alfredo Cuervas-Mons Hernández, Jesús Gorospe Vertiz, Francisco Onzáin Suárez, Rafael Jaume Romaguera, Carlos Peña Alvear, Luis Foyé Canejo, José González Conde, Adolfo López Merino, Gerardo Larrañaga Bilbao, José Mauricio Ruiz Paullada, Francisco Pérez Ferrer y José Luis Tomé Barrado-, así como el que glosa la figura del consignatario de Compañía Trasatlántica en Tenerife, Vda. e Hijos de Juan La Roche, sinónimo de honradez y prestigio, cuya manifiesta lealtad a la compañía, manteniéndose ajena a otros clientes, acabaría pasándole una costosa factura y provocaría su cierre en 1984.

Para los investigadores cobra especial interés documental el anexo del libro, en el que aparecen varios ejemplos de costes de escalas y listas de pasajeros –algunas de ellas en sus primeros viajes- que embarcaron en el puerto tinerfeño camino de América, a bordo de los buques Reina Victoria Eugenia, Infanta Isabel de Borbón, Magallanes, Juan Sebastián Elcano, Manuel Arnús, Marqués de Comillas, Satrústegui, Begoña y Montserrat-, y que constituyen un botón de muestra del archivo que posee su autor y que un día salvó de la desidia de los directivos de la compañía, que habían ordenado destruirlo o quemarlo. Su actual depositario, y autor de este libro, ha manifestado, reiteradamente, su voluntad de ceder dicho fondo documental a una institución de los preserve y haga buen uso de ellos.

Hacía bastante tiempo que Manolo Marrero quería publicar este libro –su primer libro-, para que quedase constancia de sus vivencias. Desde el principio le animé a ello, porque era algo que entendía absolutamente necesario para una persona meticulosa y con una emotiva carga emocional. Luego, cuando llegó el momento de llevarlo a imprenta, el autor y yo participamos al alimón con algunas ideas, retoques y un exquisito aporte fotográfico. Todo ello es fruto de la amistad que nos une.

Ahora, querido lector, tiene en sus manos el resultado del trabajo de Manolo Marrero repartido en casi 180 páginas, que no son pocas. Estoy seguro que desde el primer momento podrá apreciar el hecho de que tanto empeño y esfuerzo bien ha merecido la pena, y se sentirá cautivado por la forma en que expresa sus vivencias. No podría ser de otro modo.